A Luciana
Una mujer regada de insomnios
pone a hervir en mis ojos un nombre,
de su vientre caen tajos de luz,
propinas de la intemperie.
Siempre fue así,
la noche nos lee en voz alta.
“andan aguaciles, va a llover”
(mi madre)
Los aguaciles pronuncian lluvia;
no vuelan en el aire,
vuelan en el futuro.
En la palma del duende
la selva abre los ojos,
me anda buscando.
En la pileta de la cocina,
entre un plato y un fósforo ya usado,
está el vaso del alcohólico.
Por mucho que el hombre se esfuerce
no podrá lavarlo,
no es un recipiente, es un foso,
no obedece a las criaturas del vino,
nada sabe ya de los caracoles,
adentro suyo
hay un duende muerto.
El poeta no es el padre del poema,
es su partero.
El sol del Sahara
muestra lo peligroso que puede ser el color amarillo.
Allá, en el desierto,
las personas leen de corrido a la muerte.
Mi madre sube los días en el pan de los tibios,
sus ojos empuñan
el blando secreto de las piedras,
vienen de no sé qué ausencia
puntuales de orillas.
Estaqueado de umbrales,
su niño le bebe la sombra,
apago en sus manos los pumas que trepan la noche,
ella pone a hervir el agua,
me ofrece un gajo de estrella.
Podré siempre decir con todo derecho
que fui un contemporáneo de su vientre,
de su esperanza.
Por qué la errancia de esta botella de cerveza,
por qué, insaciable,
ayer a la mesa del joven oficinista
o a la intemperie del cartonero,
y tal vez mañana una pluma
en las manos de una mujer que desnudé y que me olvidó.
Tal vez romper una botella
de vino se parezca a quemar un óleo,
a pintarlo.
Romper el vidrio de la cerveza es interrumpir un secreto,
una botella al mar.